Autor anónimo
Algunas personas andan por la vida aprovechando con éxito las oportunidades. Algunos de nosotros, como yo, viajamos por la vida perdiendo el equilibrio a raíz de las relaciones, adicciones o sucesos caóticos que no prevemos.
Por ejemplo: cometí el error de confundir una fuerte borrachera con mi primera noche romántica. Todo lo que recuerdo, era un tipo que sacudía mis hombros y me decía que era hora de volver a casa.
Y luego estaba aquella noche tonta donde se discutía sobre identificaciones falsas, una quinta parte de tequila y tres novias. Tina se comprometió a ser la cuidadora designada de dos futuros borrachos. Veinte minutos más tarde se escurrió mi vaso, y la película que estábamos mirando se volvió divertida. La trama luego comenzó a desdibujarse a media que frecuentaba el baño. Pasaron los créditos y yo todavía no había salido del baño. Mi estado empeoraba. Llamaron para que me vinieran a buscar. Dormí durante tres días con un cubo de cinco galones como mesa de noche.
Continuaron los acontecimientos y malas elecciones. Demasiados chicos conocían mi nombre, y a la mañana muchas de las noches no se podían volver a relatar. Me debería haber sentido exultante al saber que era avezada en los asuntos de la diversión. Sin embargo, el vacío se convirtió en una epidemia creciente en mi corazón. Mis aventuras ya no me ofrecían la adrenalina de libertad, personalidad y trascendencia. De hecho, sentía todo lo contrario. Me sentía atrapado por mi incesante necesidad de estímulo, y plagado por el recurrente sentido de desesperación.
En busca de una nueva forma de vida, fui a Colorado con mi novio con el cual convivía, Rich. Camino allí, planificábamos nuestra boda. Pensé que yo realmente le importaba a este tipo. Habíamos estado experimentando las artimañas de los alucinógenos durante los últimos seis meses. Una vez en Colorado, encontramos una pequeña casa para alquilar. Nuestra única discusión hasta ese momento era qué habitación asignaríamos para fumar marihuana. Le dije que el sótano. No quería problemas con la ley.
Richard me prometió que, si yo trabajaba y lo ayudaba en la universidad, él haría otro tanto por mí luego de graduarse. Estaba desesperada de estar con él, porque él tenía las conexiones para que continuar drogándome. En solo tres mese, no podía funcionar sin estos regalitos de Richard. Me presentó un costado de la vida que nunca había vivido, y yo era totalmente ignorante de su poder. Podría ver atardeceres convertirse en mariposas. Mi imaginación se sentía viva, ocultando la depresión que había estado sufriendo.
Con el paso del tiempo, mi activa imaginación comenzó a recrear el vacío. Sucedió un atardecer, mientras estaba sentada en la galería de la casa de mi madre. La calle estaba oscura excepto por las designadas luces de la calle. Estaba sola, Richard estaba adentro, el vecindario dormía.
Desde el lado oscuro de las calles laterales y los techos de las casas, se aproximaban grupos de oscuridad con garras y risas bulliciosas, felices de tener un tiempo de libre. Los endemoniados compañeros de juego continuaron recorriendo el barrio. Me mantuve inmóvil por miedo a que me vieran. Justo en el momento en que iba a suspirar, dejando al descubierto mi escondite, Richard apareció en la galería.
Continué mirando fijamente la calle con la esperanza que no me vieran. La noche comenzó a ocultar sus movimientos escamosos hasta el punto de no poder individualizarlos. Richard distrajo mi atención y comenzamos a charlar. Divagaba a cerca de mi entusiasmo por mis piernas delgadas, y de que no se tocaban entre sí. Traté débilmente de consolarme. Me decía a mí mima que estaba bien y que todavía me estaba divirtiendo. Ser delgada valía la pena. A los chicos les gusta, además era solo un mal viaje, como se suele decir.
Pero este razonamiento no contestaba todas las preguntas que languidecían. ¿Qué pasa si el viaje no termina? ¿Qué pasa si la próxima vez no se van? ¿Qué pasa si la próxima vez me convierto en su broma? ¿Que pasa si empeora? Si se lo comento a Richard, quitará sus regalos, diciéndome que no puedo con ellos. Mi vacío se desplomó al darme cuenta de que estaría sola cuando sufriera otros malos viajes.
A la mañana siguiente, me desperté más temprano de lo normal, y me acosté mirando el techo. Mis pensamientos, por primera vez, en la memoria reciente, parecían nítidos y lúcidos. En cuanto a lo que respecta a los demás, lo estaba disfrutando. Estaba de parranda hasta la madrugada, haciendo cosas que solo se menciona en los dramas policiales. Finalmente admití que, hasta esa mañana, yo no vivía. Lo desperté a Richard y le dije que iba a la universidad y que ya no quería vivir así.
Richard estaba fuera de sí. Nunca me había visto tan decidida, inquebrantable ante su manipulación. Llamé a mis padres para decirles que quería ir a la universidad y que pasaría al día siguiente para despedirme. La familia de Richard pensó que yo era una mala persona por abandonarlo. Había hecho tanto por mí… ¿cómo podía ser tan desconsiderada? Si solo supieran.
Llegué a la Universidad Estatal de Washington y nunca olvidaré mi celda fría de hormigón con el número 823, más conocida como dormitorio. ¿Me cambiaría la vida la universidad? Pensé que sí, pero irónicamente, me sentí peor que el efecto que esta horrible habitación producía a mis ojos. Nuevamente vacía.
La depresión comenzó a instalarse, y me acerqué a los límites del suicidio. Miraba con envidia cómo caían mis colillas de cigarrillos, desde mi ventana en el octavo piso, celosa de su libertad autodirigida. Durante este tiempo, raspaba mi pequeña bolsa negra con la esperanza de que hubiera un pliegue más en algún lugar de su cuerpo oscuro, duro. Por favor, un disfrute más. Un poco más de felicidad antes de mañana. Imploraba, buscaba frenéticamente en la caja, pero ninguno aparecía.
La llegada de mi compañera de habitación, luego de una semana de orientación, me distrajo mi miseria. Ella era genial, optimista y entusiasta de conocer gente nueva. Eso compensó mi tristeza paralizante. Durante la primera semana, fuimos de fiesta en fiesta. Esperaba que el vació se llenara al inclinar cada vaso de cerveza, que la depresión desaparecería. No estaba dispuesta a aceptar que cada fiesta terminase de la misma manera. Me propuse que esta fuera diferente. “Hola Bobbie, ¿tienes unas clipper?”
Me sonreí mientras la clipper se abría paso por la mitad de la melena que llegaba hasta mis hombros. Mechones de pelo caían por mis hombros y el pecho. Oí suspiros, y levanté la vista para darme cuenta de que estaba entreteniendo a todo el patio bajo la luz filtrada por polillas del porche.
“Lo lamentará por la mañana”, se mofaban. “Me gustaría ver su cara mañana”, murmuraban otros inclinándose sobre sus latas de cerveza. Estaba segura de que la gente estaría impresionada por mi audacia y afán por ser yo misma. Mis dientes sonreían a través de mis labios borrachos y descuidados mientras frotaba mi mano sobre las cerdas apretadas del Velcro. Siempre quise rasurarme la cabeza. Con anterioridad, había amenazado con hacerlo a varios novios. Pero ahora, finalmente lo había hecho. Un gran triunfo. Triunfo sobre qué, mi mente ebria no podía decidirse. Solo sabía que necesitaba sentirme bien.
Dos meses más tarde, mi autogenerado entusiasmo había menguado. Si alguien me visitaba, me encontraban en una de mis vestimentas favoritas: mis pantalones negros de algodón, acampanados, spandex, que acentuaban mis piernas haciéndolas parecer aún más delgadas. Esta delgadez, que alguna vez estuve orgullosa, ahora era mi debilidad. Mis piernas ni siquiera podían subir un tramo de la escalera. Alguna vez fuertes para jugar al fútbol y andar en bicicleta, ahora inútiles. Incluso, mis pies eran demasiado delgados. Cualquier caminata por los pisos de hormigón de la habitación cubiertos con alfombras delgadas, era una tortura. Los huesos de mis pies rechinaban contra el piso duro. Al final, temía ir al baño.
Mis pechos, que alguna vez fueron voluptuosos estaban ahora encogidos, y mis ojos carecían de alegría. Hablaba con voz áspera, que valía la pena para mi único compañero leal, el Camel Wide. La zona central de mi labio tenía costras de un viejo aro labial. Mi ombligo, que antes tenía un aro, seguía rosáceo, una herida que no había cicatrizado y que se había infectado. Al menos el aro nasal colgaba libremente.
Me acerqué a la ventana para sentarme sobre mi lugar de reposo casero, una silla verde, con patas negras, precariamente apoyada sobre los cajones de la cómoda. Desde mi mirador, escaneaba los otros dormitorios y observaba a los estudiantes caminar entre oportunidades. Caminando donde yo no me atrevía. Fumé lentamente mi cigarrillo en medio de la quietud de mis pensamientos. ¿Debería tirar la colilla de mi cigarrillo desde mi ventana hoy?
¿Me quería convertir en eso? ¿A dónde fue toda mi energía? Solía ser fuerte. Ahora tengo los hombros caídos y la mirada perdida. Mis noches carecían de sueño, mi reloj despertador ya no era ruidoso por la mañana. Ni siquiera me preocupaba por añadir dinero a cuenta de comedor. La ropa sucia era tan escasa que no valía la pena recolectarla. La única energía en la habitación era proporcionada por un refrigerador que contenía pizza con moho.
Arrojé el cigarrillo con mis dedos por arriba de la cresta de la ventana del noveno piso. Mis ojos soñolientos siguieron la trayectoria del cigarrillo hasta llegar al suelo. Me desplomé de mi lugar de reposo, me senté en la cama. Recogí mi diario y escribí con la esperanza de que me alejaría de mi vacío.
escritura sin rumbo
palabras sin sentido, vacío de creatividad y valor
incómoda
ansiosa
marchitando
hambrienta
disminuida
atormentada
desconcertada
confundida
desorientada
ciega
Apoyé el diario, me acomodé sobre mi almohada, y deseé tranquilidad para mis pensamientos aburridos. Ya no descubría nuevas ideas. Cada vez más vacío. ¿Cuánto tiempo podría durar? ¿Cuánto tiempo debía pasar antes que me deslizara de mi lugar de reposo?
Mi única interacción con otras personas se limitaba a cartas de familiares o amigos de la familia. Mi carta favorita era de Rodney M., un hombre respetable, un predicador a la espera de su propia iglesia. Por eso le respetaba. Creía en lo que hacía. Cuando era pequeña, fui testigo de cómo acogía al bebé de su cuñada. La estaba criando como propia, sin la garantía de poder quedarse con su querido tesoro. Cuando visitaba a mis padres, solía hablar de la bondad de Dios. Mientras hablaba, me sentía atraída por su rostro apacible y confiado.
Llevaba tiempo sin ver a Rodney. En sus cartas, me preguntaba cómo estaba. También me comentó cómo conoció a su mujer en la WSU. Dijo que si estuvieran en la zona les encantaría hacer una visita. La carta tenía un tono fascinante. Vociferó y deliró sobre la WSU y el potencial que tenía.
Comencé mi respuesta a su carta, informándole que la WSU ya no era el lugar nostálgico de oportunidades y futuro. En su carta también había mencionado lo grandioso que era Dios. Sí que es genial, escribí sarcásticamente. Necesitaba decirle Rodney lo infeliz que estaba y que Dios no estaba haciendo absolutamente nada por mí. No estaba promocionando ninguna de mis asignaturas y mi compañera de dormitorio me robó mi novio,
Empecé a contarle sobre Jesús, y como este Jesús, el gran Hijos de Dios, me había abandonado y dejado en la oscuridad. Cuando quise escribir el nombre de Jesús, no podía recordar cómo se deletreaba. ¿Era J-u-s-e-s? No, J-e-u-s-u-s. No, eso tampoco parecía correcto. Me estaba frustrando. Debería saber cómo escribir este nombre. Me creí en un hogar cristiano y crecí cantándole canciones. ¿No era él que me ama, si lo se, porque la biblia me lo dice? Me alteré y me puse nerviosa. Debería saberlo. ¿J-e-s-e-s? No.
Finalmente, interrumpí a mi compañera de dormitorio y le pregunté. Rápidamente pronunció: J-E-S-Ú-S. Fue aterrador. ¿Cómo sabía ella escribir su nombre y yo no? Espera un momento, eso no concuerda. La seguidilla de pensamientos aumentó. ¿Cómo puedo culpar a Dios, de toda mi desdicha, si ni siquiera sé cómo deletrear su nombre? No parece que nos conozcamos, ni siquiera que nos hayamos visto. Terminé de divagar sobre mi sufrimiento y envié la carta, sin admitir mi remordimiento por culpar a la persona equivocada.
Mi mente continuó revoloteando con claridad y lógica después de escribir la carta. ¿Cuántas otras personas habían culpado de mi sufrimiento e infelicidad, que en realidad no eran responsables? ¿Y si la razón soy yo, que soy infeliz? Nunca se me había ocurrido. ¿Había estado culpando y mirando a las personas equivocadas? Otra vez ese pensamiento. ¿Estaba esperando que ellos fracasaran para tener una escusa? ¿Estaba esperando decir: “¿Ves? ¡Te los dije!”? ¿Significa que no puedo culpar a otros? No podía culpar a Dios porque ni siquiera sabía escribir su nombre. ¿Quién queda? ¿Yo?
Silencio. Necesitaba un plan. Había agotado todos los recursos que conocía. Dejé la universidad. Había reprobado el primer semestre. Me retiré en noviembre, aunque el semestre terminaba en diciembre. El semestre no se podía recuperar.
Comencé nuevamente a trabajar en la residencia para ancianos en la que había trabajado durante la secundaria. Mi puesto: auxiliar de enfermería titulada. En el mundo veterinario, a esta persona se le llamaría "recogedor de cacas". Esta línea de trabajo me daba la oportunidad de comenzar a conectar con las personas. Estas abuelas y abuelos no eran una amenaza, y necesitaban amor y aceptación tanto como yo. Encajábamos bien.
En esta línea de trabajo, uno no debe tener favoritos, pero todos los teníamos. No pude evitar amar a una mujer de pequeña estatura llamada Helen. El Alzheimer tiene la desagradable manera de ser una muerte en vida. Hacia el final, la persona es incapaz de moverse, comunicarse, y finalmente no puede tragar. Hice un pequeño trato con Dios.
Cualquier predicador aconsejaría no hacerlo. No es bueno hacer tratos con Dios. Bueno, de todos modos, negocié. Le dije a Dios, que, si él se la llevara rápidamente, y mi mujercita no tuviera que sufrir, empezaría nuevamente a seguirlo. Había hecho este trato con Dios la semana anterior a que la mujer fuese trasladada de mi pabellón, al pabellón donde ya no pueden caminar ni ocuparse de sí mismos. Esta era la última parada para nuestros residentes.
Habían pasado dos semanas. Estaba en mi tiempo libre para la cena, fumando un cigarrillo, cuando la enfermera médica se acercó a la puerta.
"[Nombre], Quería que supieras que Helen ha fallecido".
¿Tan repentinamente? Apagué el cigarrillo y caminé hacia la planta. Eché un vistazo a su habitación, temiendo su aspecto. Pero la luz parecía llenar la habitación. Estaba en paz. La asistente explicó que le ofreció un bocado de comida a Helen, se dirigió a otro residente, y cuando regresó Helen se había ido. Se fue así de rápido. No tuvo que sufrir ni permanecer años en el pabellón. ¡Vaya! Se había ido. Sin dolor, sin sufrimiento. Recordé mi acuerdo.
Tenía una buena amiga, Heather, que trabajaba conmigo en el pabellón para Alzheimer. Al igual que yo, Heather, estaba luchando con los porqués de la vida. La invité a asistir conmigo a un servicio religioso los miércoles por la noche. Ella acepto con entusiasmo. Ambas coincidimos que haríamos esta “cosa de Dios” juntas.
El pastor de la iglesia era un tipo corriente, sin juego de palabras, porque también se llamaba así. Estaba entusiasmado con Dios y entusiasmado en darle a la gente la oportunidad de conocer a Dios también.
Su sermón era sencillo. Nos habló de cómo Dios nos amaba y deseaba tener una relación personal con nosotros. Nos recordó que no hay nada que podemos ofrecerle a Dios para ganar su amor. Eso no era una novedad para mí, teniendo en cuenta que yo estaba allí porque tenía las manos vacías. Pero ese hilo del amor de Dios, vital para sostener la vida, acunaba mi corazón para escuchar. Joe continuó hablando del perdón de Dios a través de su hijo Jesucristo. Jesús era Dios mismo muriendo en la cruz para que pudiésemos pasar tiempo con él.
La velada concluyó con una simple oración. Joe dijo: “No quiero que oren y le prometan nada a Dios”. Solo quiero que abras tu corazón a Dios y digas: “Señor, aquí estoy”. Yo estaba de acuerdo. No tenía nada que ofrecer. Tenía el corazón roto, una carrera académica trunca, no tenía novio y servia a personas mayores. Yo era mercancía dañada, pero estaba dispuesta a tratar de estar disponible para Dios y ver lo que podía hacer con este desorden que había hecho. Pronuncié esa oración sencilla: “Señor, estoy aquí. Haz de mí lo que quieras”. Estaba dispuesta a hacer otro trato. Calidez y brillo fluyeron en mi corazón. Sentí que me habían dado un batido de proteínas. Mis pensamientos se templaban. Abrí mis ojos, y la habitación parecía casi que resplandecía.
Después de la oración, antes que nos permitieran abrir los ojos, se nos pidió que levantáramos la mano si habíamos rezado esa oración. Eché un vistazo para ver si Heather había levantado la mano. Ambas habíamos levantado la mano de la misma manera secreta. Rápidamente, codo en la rodilla y palma hacia arriba. Estaba tan llena de gozo (así lo denominan) que no podía menos que levantarme y estrecharle la mano a Joe. Le dije que recé la oración y que quería agradecerle.
Lo irónico del momento en que estuve en la iglesia, es que coincidió con el día que se conoce como el Día de los Inocentes. Dice en el Antiguo Testamento, en la primera parte de la Biblia, que solo un necio le dice en su corazón que no hay un Dios. Me había comportado como una necia.
Dado que Dios es invisible y solo me queda imaginarlo, necesitaba algo escrito al que pudiera aferrarme para seguir confiando en esta nueva relación con él. El versículo al que me aferro es de Primera Tesalonicenses, un libro del Nuevo Testamento. El que los llama [a sí mismo] es fiel y así lo hará [cumplirá su llamado y te guardará]”.
Esto sí era una promesa en la que podía apoyarme. No importa lo terrible que sea, Dios prometió, en su Palabra, la Biblia, que él es fiel y digno de confianza. Estos eran cualidades de las que me había separado hacía tiempo. Ya no necesitaba protegerme. Él iba a cuidar de mí. La segunda razón, por la que esto me resultaba tan alentador, es porque sabía lo vacía que estaba por dentro. Dios en este versículo prometió que no iba a rendirse. Prometió terminar lo que había empezado. El trato estaba sellado.
Mi segunda oportunidad en la vida no eliminó el trabajo. Todavía quedaba un enorme trabajo para poder revertir mi carrera académica. Cuando me di de baja, en mi expediente figuraba una calificación de 1,0. (Tengo curiosidad por saber si la califiación 1.0 de promedio era un cumplido solo por ir a la WSU). Debido a mi gran logro académico, cumplí los requisitos para el prestigioso Centro de Asesoramiento y Aprendizaje para Estudiantes. Me indicaron que regresara para el semestre de primavera, y que hiciera algo útil con mi vida. Así que volví para seguir reprobando.
Era duro regresar a la universidad, sabiendo que ahora Dios me amaba. La presión. No podía seguir abandonado. Ahora mi vida tenía un propósito y un sentido. Alguien que me amaba esperaba algo de mi vida porque había hecho muchos planes para mí. Era tanto lo que tenía que manejar, que cuando regresé a mi departamento (en el segundo semestre me mudé de la residencia), me encerré en mi habitación y fumé marihuana toda la semana. La vida era abrumadora. Había contemplado la muerte por tantos años, ahora era difícil contemplar la vida.
Sentí que la oscuridad me envolvía. Era pesada. Sofocante. No podía abandonar y no tenía la iniciativa para comenzar.
Mis pensamientos de pronto se aquietaron. Aguarda. Ya no tenía que sopesar tales pensamientos. Dios me libró de mi culpa. De pronto me acodé de otra historia en la Biblia sobre la mujer adúltera que fue arrastrada de sus habitaciones por hombres acusadores. Los acusadores, hombres de prestigio religioso en la comunidad, querían poner a prueba a Jesús y ver cómo respondía.
Lo desafiaron: “La ley dice que todo aquel que comete adulterio debe morir apedreado”. Las palabras condenatorias de ellos mordían el aire, mientras que sus manos se tensaban alrededor de las rocas polvorientas que sostenían. La mujer lloriqueaba en el suelo arenoso. Jesús se agachó con serenidad en la arena y arrastró despreocupadamente su dedo por ella. A media que dibujaba, contestó: “Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Continuó agachado escuchando mientras cada piedra caía en la tierra; prueba de que aquellos, que alguna vez sostenían las piedras santurronamente, también eran culpables y merecedores del mismo castigo que ellos, con tanto afán, estaban dispuestos a repartir.
La mujer, algo confundida y anticipando que Jesús estaba por pedirle que proclamara su pecado, ahora esperaba cómo la iba a tratar.
“¿Dónde están los que te acusaban?” preguntó.
“Se han ido”, respondió.
“Vete, y no peques más”.
La mujer se fue dándose cuenta de que, uno, no era la única con pecado; y dos, Jesús tampoco arrojó una piedra.
¿Por qué importa si Jesús arrojó una piedra o no? Jesús era el único que estaba allí que tenía el derecho a arrojar la primera piedra. Era el único sin pecado. Al ser Dios mismo en la carne aquí en la tierra, Jesús era perfecto. Al ser Dios él tenía la autoridad de perdonar o de juzgar el pecado. Él dijo, el que esté libre de pecado, arroje la primera piedra. Esto tiene un significado doble. Al decirlo, expone los pecados de los acusadores de la mujer; pero al mismo tiempo él es quien está libre de pecado, y tampoco la acusa.
Jesús es el que dice “Yo tampoco te reprocho. Simplemente deja de pecar y dale un giro a tu vida”. Yo también estaba trabajando para no pecar más, pero comenzaba a olvidar la verdad de que, si Jesús no me acusa, ¿entonces quién lo hace? Nadie. La vida no tiene que ser un corredor de la muerte. No tenemos que estar parcialmente paralizados por los daños y decepciones imprevisibles de la vida. A través de Cristo podemos tener esperanza.
Una relación con Jesucristo es la cura de cualquier enfermedad cardíaca. Como resultado de estar vivo, él sopla vida en mí. El atributo que guarda esta esperanza es la fidelidad y confiabilidad de Dios. Me dejó caer en un vacío incurable para que pudiese ver que él es la solución.
Todavía luchaba con mi apariencia física. Todavía trabajaba para creer que Dios me ama, incondicionalmente. Lo simplifiqué en mi corazón: Dios me ama pase lo que pase. No lo había comprendido plenamente. Temía terriblemente subir de peso. Seguía sin comer, pues no estaba a gusto con los quince kilos que había subido después de dejar de tomar speed.
Todavía fumaba cigarrillos. Pensé que, si dejaba todo a la vez, podría morir porque mi cuerpo dependía mucho de todo ello. A decir verdad, creo que me volví tan dependiente de tantas cosas, que no sabía cómo vivir dependiendo de Dios.
Sin embargo, y a pesar de que la vida continuaba siendo dolorosa, vivía por primera vez, no tan solo ese día, sino ahora eternamente con Dios, y no con el vacío. ¡AH! Este es el Dios del que hablan todos. El que renunció a todo para que tuviéramos una vida en abundancia, libres de los constantes dolores emocionales. Esta es la persona que quiero que conozcas. Esta persona, Jesucristo, es quien impidió finalmente que acompañara mi cigarrillo por la ventana. A todos los que están dispuestos, él les dice: “Ven a mí”.
Si quieres ver cómo puedes conocerlo, ve a: ¿Te gustaría conocer a Dios personalmente?
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